miércoles, 30 de agosto de 2017

LA RESERVA NYONIÉ

Desde el Puerto Michel Marine de Libreville cogimos una barca hasta la Reserva NyoniéFue un trayecto corto, de una hora, pasando por zona de manglares con sus raíces acuáticas. En el muelle nos recogió un jeep abierto. El sendero era precioso. El hotel era un grupo de bungalows con porches, frente a una playa de arena blanca. Nos sentamos bajo la sombra de un mango y nos invitaron a un aperitivo de Martini blanco con olivas negras.



Por la tarde hicimos un pequeño safari. El paisaje era una mezcla de jungla y colinas alfombradas de verde. Encontramos garzas y varios elefantes, bastante huidizos, que se perdían en la vegetación. Y una manada de treinta búfalos de color rojizo. Paramos en una laguna, rodeada de selva e iluminada por la luz del atardecer. El guía apagó el motor y esperamos para ver a algún animal bebiendo. Pero aquella tarde no tenían mucha sed.



 

A la mañana siguiente salimos de caminata por la selva. La selva se despertaba y caminábamos por el sendero a ritmo ligero. Era nuestra última oportunidad para ver gorilas en Gabón. Ente la hierba había unas formaciones curiosas de tierra parecidas a champiñones, de dos palmos de altura. Eran termiteros. Toda la extensión estaba salpicada de termiteros. Hicimos 13km en tres horas de marcha. 


Junto a la pista encontramos un gran espejo entre la hojarasca. Los animales se paraban para ver su reflejo, y una cámara oculta en un tronco los fotografiaba. Pero sólo nos fotografiamos nosotros. En el hotel conocimos a Xavier Hubert Brierre, un fotógrafo francés que había fotografiado y grabado en vídeos a todo tipo de animales en la Reserva Nyonié: gorilas de espalda plateada, elefantes, búfalos y hasta panteras. Su sistema fue colocar en la selva varios espejos grandes, como el que vimos, que distraían a los animales cuando topaban con ellos. Les sorprendía su reflejo y a veces pensaban que era otro de su especie. Había conseguido captar algún pangolín y hasta leopardos en la noche. Sus fotos adornaban las paredes del comedor del hotel. Xavier y su mujer Anne Marie, llevaban años yendo allí por temporadas. No tuvimos la suerte de ver ningún gorila, pero disfrutamos mucho del paisaje selvático de la reserva Nyonié.



                                                       Fotografía de Xavier Hubert Brierre

                                                          Fotografía de Xavier Hubert Brierre





sábado, 19 de agosto de 2017

EL PARQUE NACIONAL LOPÉ

En la estación Owendo de Libreville cogimos un tren nocturno hasta Lopé, un trayecto de seis horas. Llegamos de madrugada y nos dijeron que tuvimos suerte porque a veces había retrasos de horas porque se daba prioridad al tren que transportaba manganeso. Gabón era el primer productor mundial de manganeso. Era el inconveniente de tener tramos ferroviarios de una sola vía.

Nos alojamos en el Hotel Lopé con tres pabellones de cañizo y tejados triangulares, y habitaciones dispuestas alrededor de un jardín. El pueblo de Lopé parecía el viejo oeste americano, con anchas calles arenosas y polvorientas, con casitas de tablones de madera como pequeños ranchos con porche, muy dispersas. Muchas eran pequeños colmados que vendían un poco de todo: pasta, galletas, bombillas, artículos de higiene, latas de carne y sardinas, entre otras cosas.




El Parque Nacional Lopé era Patrimonio de la Humanidad. Contratamos un safari de caminata por la sabana y una excursión de dos días por el parque. Fuimos en un jeep abierto. Entramos en una zona de sabana con hierba alta amarilla. La pista tenía baches y estaba hundida por las ruedas y las lluvias, íbamos dando botes. El primer encuentro fue con una manada de búfalos, con sus crías. Se quedaron mirándonos fijamente unos momentos y corretearon un poco. Los seguimos hasta que volvieron a parar, varias veces. Tenían cuernos pequeños y unos pájaros sobre el lomo, descansando plácidamente.

Luego vimos una familia de elefantes. La hembra paseaba con su cría. El macho tenía la piel con manchas de barro. Estuvimos un buen rato observándolos. Movían sus orejas y comían brotes verdes con la trompa, indiferentes a nuestra presencia.









Para la excursión de dos días fuimos en un Toyota. Nuestro guía se llamaba Saturno, como el planeta. Fuimos por una pista roja con selva a ambos lados, hasta llegar al campamento Mikongo. Tenía bungalows de madera, rodeados de bosque selvático. 

Desde allí emprendimos una marcha a pie. Seguimos un sendero de hojarasca y raíces, paralelo al río. Luego nos desviamos. Los árboles eran altísimos y las copas formaban una verde bóveda sobre nosotros. Había gigantescas ceibas, con la base del tronco triangular. Algunos troncos estaban forrados de plantas trepadoras y tenían largas lianas que buscaban la humedad del suelo. Había un olor dulzón de putrefacción de las hojas del suelo. Oíamos cantos de pájaros tropicales y el silencio roto por el crujir de nuestros pasos. Saturno iba cortando las ramas que cerraban el camino.


Vimos unos monos de larga cola en lo alto de los árboles, saltando de rama en rama. Queríamos ver gorilas y un momento emocionante fue cuando encontramos excrementos frescos de gorila y Saturno los examinó. El silencio se hizo más profundo y todos miramos a nuestro alrededor. Estábamos atentos a cualquier movimiento de las ramas y la hojarasca. Pero ningún gorila apareció, tal vez nos espiaran desde la espesura. Seguimos la marcha y en un claro de la selva hicimos un pequeño picnic. Por la tarde tuvimos nuestra recompensa. De repente Saturno se paró, nos quedamos inmóviles y señaló un árbol. Se movieron las ramas y vimos descender una masa negra, emitiendo algún gruñido de aviso. Dijo que era la hembra. De otro árbol cercano descendió por el tronco el gorila macho. A este lo vimos mejor, pero fue muy rápido. Huyeron por tierra en la espesura del bosque.

 

Nos sorprendió que los gorilas estuvieran en los árboles; solo subían para comer brotes, solían caminar por tierra. Con su peso de más de 100kg rompían las ramas. Habíamos visto gorilas en su hábitat, pero había sido una visión demasiado rápida y fugaz. La naturaleza tenía sus propias leyes. Tras seis horas de marcha regresamos al campamento Mikongo y nos dimos un baño en un recodo del río. En el campamento no había electricidad ni agua corriente. Cenamos pollo con arroz y verduras, a la luz de las velas. Y dormimos muy bien en las cabañas en el corazón de la selva gabonesa. 

jueves, 17 de agosto de 2017

LAMBARÉNÉ

 

La pequeña población de Lambaréné en Gabón, estaba en una isla en medio del río Ougué. La formaban tres partes diferenciadas: la isla central Ile Lambaréné, la orilla izquierda (Rive Gauche) y la orilla derecha (Rive Droite). Estaban unidas por dos grandes puentes y conectadas con piraguas que hacían el trayecto. Las orillas del río Ougué tenían una vegetación selvática. Eran auténticos muros de verdor, un denso entramado de árboles con los troncos envueltos en verde hojarasca. 

En la Rive Gauche estaba el Hospital Albert Schweitzer’s, dedicado a la investigación de la malaria y la tuberculosis. Fue fundado por el médico suizo en 1913, y trabajó en él hasta su fallecimiento en 1965. Era una figura querida y respetada en Gabón, y obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1952. El hospital era un gran recinto junto al río con numerosos pabellones de madera blanca entre jardines. Estaba diseñado como un pequeño pueblo, donde las familias de los enfermos se instalaban en aquella época, y convivían incluso meses. Algunos pagaban la estancia con trabajos de mantenimiento, cocina, ayuda a los pacientes, jardinería o cualquier tipo de colaboración, 



El pabellón del Museo mostraba fotos antiguas del doctor Schweitzer con sus enfermeras, pacientes y ayudantes en diferentes épocas. También durante la construcción y mejoras del hospital. Su habitación tenía un piano y estaba repleta de libros, microscopios, un escritorio en el que había una Biblia (él era protestante), varias fundas de gafas y objetos cotidianos. Se conservaba el antiguo hospital con la sala de examen con camilla, de radiología, de partos, nursery con cunas, el quirófano y la farmacia con sus botes de cristal.  


Era un lugar histórico y con encanto. Nos alojamos en las habitaciones del recinto, coquetas y económicas, por solo 20 euros. Eran de estilo colonial con cama con dosel y mosquitera, butacones con cojines, ventilador, suelos de madera oscura y paredes de tablones blancos, con porche. Un tranquilo rincón  en medio de la selva que transmitía paz.



Hicimos una excursión en piragua durante cinco horas. De vez en cuando asomaba el tejadillo de alguna cabaña y nos cruzábamos con alguna piragua de remo o de motor, cargada con sacos y mercancías. Fuimos a una misión protestante semi abandonada, donde todavía vivían treinta personas. Quedaban las casas de ladrillo ocre, de buena construcción y en buen estado. Conocimos a varias mujeres de la familia Pasteur. La zona estaba ajardinada y era un recinto muy agradable. Lo que daba pena era la escuela y el hospital, abandonados desde que murió el último misionero que se ocupaba de la misión. La escuela conservaba los pupitres y las pizarras con escritos de tiza. La Iglesia de la misión estaba en perfecto estado, pero el hospital estaba completamente vacío, y aunque la estructura estaba bien, algunos pájaros habían construido nidos en las habitaciones. 




Tras visitar la misión fuimos a una zona del río donde estaban los hipopótamos. Oímos sus resoplidos y vimos como expulsaban el agua como un surtidor. Asomaban los ojos y las orejas rosadas sobre la superficie del agua, y sacaban la cabeza en breves momentos. Navegamos por el Lago Onagwe, donde el río se abría y contemplamos una enorme superficie de agua. Nuestra barca era diminuta en aquella inmensidad.